martes, 13 de agosto de 2013

Miradas

Desde la más profunda negritud de sus ojos, el pueblo de la tierra sabe expresar sus sentimientos. Esperanza, alegría, vergüenza, miedo, rabia, recelo, agradecimiento. Surgen del interior de un corazón enjaulado, acorazado, amurallado, que intenta revelarse contra tanta mordaza que la cultura y la sociedad le han puesto. Un corazón sensible, tímido, agitado por innumerables emociones anónimas, desconocidas, espontáneas. Las palabras no saben nombrarlas, no existen conceptos para explicarlas, ni adjetivos para definirlas. Llegan repentinamente y revolucionan el corazón escondido. La armadura lo intenta silenciar, ocultar, reprimir. Sin embargo, existe una ruta de fuga que nunca podrá ser controlada, que nadie podrá clausurar ni obstruir. Los ojos hablan lo que la boca calla. Son ventanas por las que el corazón respira, gime, canta, agradece, ama…

El pueblo de la tierra es austero en palabras y ponderado en expresiones afectivas, pero sus ojos no entienden de moderaciones ni reservas. Como minas que se adentran en la tierra, desapareciendo entre frías rocas y amenazadoras sombras, sus ojos te invitan a descubrir un mundo desconocido, que intuyes rico, apasionante, tierno. Su rostro, sus manos, su voz intentan proteger ese tesoro oculto, manteniendo al extraño lejos de sus entrañas. Pero sus ojos, como cobardes traidores, acaban entregándolo sin misericordia. Como su Madre, la Pachamama, este pueblo tiene color de tierra, sabor de vida y unas minas abiertas que, al mismo tiempo, lo desangra y lo alimenta.

Las vivencias y emociones más íntimas de este pueblo encuentran, en sus oscuros ojos, una oportunidad única para darse a conocer, para proclamar su existencia, para expresar que nada ni nadie podrán endurecer su corazón vivo y tierno. Y aunque todos se empeñen en silenciar su intimidad, los ojos continuarán mostrando lo que lo agita y conmueve. ¿Sabremos interpretar ese lenguaje silencioso, ese penetrante paisaje azabache? ¿Sabremos adentrarnos con sagrada delicadeza por esas ventanas eternamente abiertas e infinitamente profundas que, constantemente, nos invitan a aventurarnos en su universo íntimo?

viernes, 2 de agosto de 2013

Timidez

El andino es un pueblo tímido, reservado, expectante. Algunos dirán que es desconfiado. ¿Quién no sería desconfiado después de siglos como extraño en su propia tierra? Generación tras generación, esta raza de bronce ha sido humillada, despreciada, ignorada. Nunca se valoró su historia, su cultura milenaria, el legado de las grandes civilizaciones que aquí existieron. Sus antepasados dominaron la agricultura, en condiciones nada favorables; la astronomía, sin contar con medios técnicos; la conciencia ecológica, sin protocolos ni agendas modernas; el cooperativismo y la política asamblearia, sin precisar de conceptos como democracia participativa o autogestión popular. Con la llegada de los “civilizados”, los pueblos originarios fueron “extranjerizados”, excluidos de su tierra, de la posibilidad de construir su propio futuro, condenados a un presente infernal.

La timidez es un rasgo de personalidad, un talante, una forma de ser. Sin embargo, en condiciones perpetuamente adversas, la timidez puede transformarse en mecanismo de defensa, en herramienta de supervivencia, en sabiduría para garantizar la propia existencia.

La mirada baja, el rostro inclinado, la palabra escasa, el sentimiento oculto, la afectividad silenciada… Son síntomas de un carácter socialmente compartido por quienes conocen demasiado bien insultos, miradas amenazantes, gestos de desprecio. Una armadura de ilusoria frialdad, de supuesta indiferencia, de aparente desconfianza los protege. Pero la mirada no engaña y nada sabe de esas defensas artificiales. 

Cuando la miseria carcome la resistencia de la persona, cuando la tristeza invade su alma o la traición hiere su corazón, cuando la soledad se instala en su vida o el dolor levanta un templo en su tierra íntima, las lágrimas brotan, la palabra se interrumpe y las defensas se derrumban estrepitosamente. 

Es fácil juzgar desde fuera, sin conocer, sin haber escuchado de verdad, sin apretar la mano temblorosa con la propia mano, sin haber olido la miseria y el dolor, sin sentir en mi piel la vida ajena. 

El pueblo de las alturas, esta raza con sabor a viento, lleva en su interior el fuego de Tata Inti (Padre Sol) y la moderación de Mama Quilla (Madre Luna), el ímpetu de la chicha y la paciencia de la tierra, la melodía de la quena y el retumbar del bombo, la mirada tímida y el corazón vibrante.