martes, 25 de marzo de 2014

Pasó el carnaval

Foto: Alex Sousa
No creo exagerar si afirmo que en el mundo andino no existe otra fiesta tan querida, tan esperada y tan compartida como el Carnaval. Siendo una fiesta nacida con la llegada e imposición del catolicismo, el carácter “informal” y de contestación que poseía frente a la formalidad y las obligaciones católicas (todavía más fuertes en el tiempo de la cuaresma que el carnaval anticipa), caló rápidamente en los diversos pueblos que, sin desearlo, sufrían la prohibición y persecución de sus más profundas vivencias espirituales. El carnaval se transformó rápidamente en la fiesta de la resistencia, en el “desmadre” antes de la mortaja cuaresmal, en la expresión libre y sin censura de rabias y reivindicaciones. En el carnaval el pueblo era, nuevamente y por poco tiempo, dueño de sus prácticas, de sus celebraciones, de sus ritos, de sus vivencias. La música y las coplas irónicas suplantaban el sonido cruel y permanente del chicote, de la humillación, de la prohibición, de la condena. En esta fiesta, como en ninguna otra, la alegría se adueña del pueblo y suplanta, por unos días, la cotidianidad dura y dolorosa.

Además las fechas de carnaval, aunque cambiantes cada año, suelen coincidir con el tiempo de la cosecha de los productos más importantes de la alimentación, del sustento básico para todo el año. Es el tiempo de cavar papa, recoger choclo, cosechar arvejas y habas, duraznos y tunas. El carnaval es la expresión popular de la abundancia, de la dicha, de la prosperidad. Es el momento de agradecer a Pachamama por sus regalos, recompensando su benignidad con ritos ancestrales como la Q’uwa, cuando los hijos e hijas de la tierra, después de reconocer y perdonarse sus errores y faltas, agradecen a quien los sustenta con la sagrada coca, ofreciendo con ella sus mejores deseos y sus oraciones, todo ello purificado por el fuego, perfumado por el incienso y bendecido por la chicha.
Foto: Alex Sousa

En el carnaval se exagera todavía más la hospitalidad de este pueblo. Armados de acordeón, charango (cuando lo hay) y serpentinas, los diversos grupos van visitando las casas vecinas, cantando sus coplas y contagiando la alegría. La casa que los recibe les ofrece abundante chicha, la mejor del año, y comida para que continúen con ánimo la fiesta. Todos se visitan, todos comparten el canto, la danza, el alimento y la bebida. Todos se unen como una gran familia para celebrar la vida y fortalecer los lazos comunitarios.

Pero ya pasó el carnaval y volvió el tiempo de las rutinas. ¿Y la cuaresma? Bueno, a su modo también llegó, pero sin la fuerza y significación que a la institución eclesial le gustaría. Este pueblo no necesita de tiempos especiales para recordar la propia debilidad, la propia fragilidad. Vive ese sentimiento y esa convicción a diario y por eso, también diariamente, se encomienda a Tata Inti y a Pachamama para que aseguren sus pasos y hagan fructificar sus esfuerzos, para que lo ayuden a ofrecer lo mejor de sí mismo y lo sustenten cuando el desánimo lo acorrale.

El carnaval pasó y la vida vuelve a sus cauces normales, cotidianos, allí donde se libra la verdadera y más profunda danza de la existencia. Que la alegría compartida en carnaval mantenga firme el espíritu combativo de este pueblo. Que Pachamama nos continúe bendiciendo con abundantes cosechas y con un corazón solidario, hasta que la Vida triunfe definitivamente, cuando la cruz florida reine sobre las sombras de este mundo y se instaure el tiempo de gracia, de dicha y de armonía universal.