miércoles, 20 de mayo de 2015

Las omnipresentes ovejas

Bien tempranito, cuando el sol apenas asoma por encima de los campos, desperezando con calma su ardiente cuerpo, los rebaños de ovejas comienzan a atravesar las calles del pueblo, dirigiendo sus lanas hacia los pastos frescos de los cerros y pampas.

En todas las comunidades rurales, así como en muchas casas del pueblo, los animales comparten destino con las familias, en una convivencia perfecta, recíproca, respetuosa. Ovejas, burritos, toros, a veces chivos, forman rebaños multirraciales, armónicos, respetuosos de las diferencias. La persona que los pastorea, normalmente una mujer con sus perritos, no necesita de muchas herramientas ni de muchos esfuerzos para orientar tan variado rebaño. Una piedra arrojada aquí o allá, una voz que rompe el silencio y los animales reorientan sus pasos a voluntad de quien los guía. Y siempre en las manos pastoras, una rueca acompañando los pasos, girando obsesivamente para formar el hilo de lana que, posteriormente, tomará vida en el telar.

La oveja y el toro son, quizás, los animales importados que mejor se han adaptado a la vida de este pueblo. La primera ofrece lana, leche, cuero y carne, convirtiéndose en fuente fundamental de materias necesarias para la vida. Hasta sus pezuñas sobreviven para acompañar la música y las danzas en las fiestas más tradicionales. El toro, por su parte, es fundamental en el trabajo de la tierra. Su fuerza no tiene igual. Pero cuando llega el momento de la necesidad, su carne puede alimentar por muchos y muchos días. De su cuero se fabrican las mejores cuerdas que existen, metros y metros extraídos mediante un certero corte en espiral.

Durante el día, pequeños rebaños de ovejas pueblan los caminos, las pampas y los cerros. Cada día recorren kilómetros y kilómetros, buscando el pasto más fresco y el agua más clara. Siempre acompañados por quien los pastorea, en silencio, a distancia, confiando en su docilidad, pero siempre atento a cualquier señal de que algo puede pasar. Tal vez sea un zorro en las proximidades, o un gato salvaje merodeando, e incluso, en los parajes más cálidos, un aterrador puma. Los perros ayudan en la tarea, adelantándose al rebaño para oler peligros u observando desde la retaguardia para guardar las espaldas. Sin prisa, con la cadencia y el cuidado que produce la conciencia de caminar sobre la Madre, la pastora guía su rebaño, en silencio, hilando la lana que abrigará a la familia, pijchando la coca que le da la fuerza. Y junto a ella, si las tiene, las wawitas, correteando con los perritos o durmiendo feliz en el aguayo materno cuando las fuerzas escasean. 

Es verdad, la ovejas tienen una gran responsabilidad en el proceso creciente de desforestación y desertificación de nuestra tierra. Pero es verdad, también, que las ovejas son media vida para nuestra gente. Como en todo lo humano y en todo lo que los humanos tocamos, la ambigüedad se hace presente. Lo que favorece la vida del pueblo, al mismo tiempo le perjudica, quizás no de forma inmediata, aunque ya ahora sufrimos los efectos de siglos y siglos de pastoreo. Las mismas ovejas que nos alimentan y abrigan, son las que producen hambre y sed al pueblo que las cuida. Realmente, en este mundo no existe nada totalmente bueno, ni nada totalmente malo. Y cuando intentamos juzgar la realidad desde esa bipolaridad, acabamos cometiendo las mayores injusticias y creando los más terribles fanatismos.

Las omnipresentes ovejas nos evocan que somos ambiguos. Los rebaños multirraciales nos reafirman la necesidad y la riqueza de la diversidad. Y las mujeres que los pastorean nos recuerdan que en este planeta la Tierra es Mujer y Madre, y que la vida procede de ella, aunque la historia la sigamos escribiendo los hombres.

viernes, 1 de mayo de 2015

La wathya

La cosecha de los frutos de la tierra comienza temprano, con la familia o la comunidad reunida en actitud agradecida en torno a la vida sembrada, cuidada y ahora ofrecida por la Pachamama, como un regalo inmerecido, como un gesto maravilloso de amor de la Madre hacia sus hijos e hijas de este pueblo.
Inmediatamente después del ritual de agradecimiento y bendición a la Pachamama comienza el trabajo. Mientras la mayor parte se dirige a extraer su futuro del vientre materno, otro más reducido comienza a construir el horno de piedras para la tradicional wathya con la que repondrán las fuerzas después de la dura jornada. El proceso es lento y exige del máximo cuidado. No caben en este momento las prisas ni las improvisaciones. Las manos inexpertas deben colaborar acarreando piedras, de diferentes tamaños y formas, para que las manos adiestradas puedan levantar con una facilidad y destreza impresionantes el horno que cobijará el alimento del día.

Piedra a piedra, alrededor de un pequeño hoyo excavado en la tierra. Las grandes abajo para soportar el peso y sustentar a las más débiles. Cada piedra tiene su función: las cuadradas para dar sustentación, las alargadas para ir cerrando la cúpula, las pequeñas para cerrar los huecos y conservar el calor, las planas para sujetar a las más irregulares y dar estabilidad. No hay una piedra que no tenga su misión, su sentido y su finalidad en este pequeño universo que las manos morenas van formando. Bien ajustadas, apretadas, formando un único cuerpo, un único ser, para soportar el calor que vendrá, para asegurar el sustento de quien, con cariño y esperanza, seduce cada día a la tierra, fecundándola con su sacrificado sudor.

Una vez que el horno está construido, lo suficientemente fuerte para soportar sobre su lomo el peso de una persona, llega el momento de encender su fuego interno. Como si de un enamoramiento se tratase, palito a palito, ramita a ramita, se va conformando el nido que acogerá la pasión, la fuerza y la explosión de vida fruto de esta unión perfecta del pueblo con la tierra. El fuego tiene que ir aumentando, armoniosamente, cuidadosamente, seduciendo cada piedra, besándolas con timidez primero, con ardor después y con arrebatada pasión al final. Y como un útero fértil, las piedras van acogiendo el calor creciente, sacrificando su frialdad y su rudeza, exponiéndose a una explosión fatal, renunciando a su aspecto recio y cubriéndose lentamente del negro hollín, sucumbiendo para gestar el alimento necesario. Fuego y piedra se abrazan, se entrelazan, se fortalecen mutuamente para acoger los frutos de la tierra que llegarán.

Cuando el interior del horno se vuelve totalmente negro, hay que apresurarse, reuniendo más ayudantes para la etapa final en la preparación de la wathya. Con sumo cuidado, con decisión y energía hay que abrir el horno desde arriba, haciendo caer hacia fuera el mayor número posible de piedras. Una vez abierto el seno fértil, ardiente, dispuesto, se colocan los diversos frutos extraídos de la tierra. Papas, habas, camote, zapallo, lo que la tierra haya ofrecido generosa. También puede entrar una olla llena de la que será una de las mejoras sopas que hasta hoy comí. Una vez colocadas la olla y las papas, hay que apretar de nuevo las piedras más grandes, sobre ellas los frutos menores, las piedras pequeñas y, finalmente, la tierra, cubriendo completa y perfectamente el útero ardiente. No puede salir ni un poquito de humo, no debe escaparse ni un respiro de calor. Y sobre la tierra bien apretada una piedra plana que anunciará que la cocción ha culminado, que el alimento está listo, que la fiesta de la cosecha y la fraternidad tendrá un final feliz, cuando la familia o la comunidad extraiga del seno de la tierra su sustento.

Ahora es necesaria la paciencia. El fuego, las piedras, la tierra deben realizar su trabajo. El esfuerzo anterior ha servido para que sepan cuál es su función y la cumplan sin error, sin reclamo, sin riesgo. Se espera trabajando, como siempre, arañando la tierra, recolectando el futuro, alimentando la esperanza. Y cuando menos se espera, alguien avisa que la piedra está mojada, que el tiempo se ha cumplido y comienza la fiesta. En ese instante se detiene el trabajo, todos se reúnen alrededor de la ubre ardiente y, con cautela y agilidad extrema, se retira cada capa de tierra y de piedras hasta llegar al corazón, donde aguarda el alimento listo y dispuesto.

Después del esfuerzo del día, del sol abrasador, del polvo asfixiante, de hormigas enfurecidas y espinas traicioneras, ha llegado el tiempo del descanso, compartiendo el almuerzo caliente, sabroso, con olor a fuego como la piel de este pueblo, con sabor a tierra como el corazón de esta gente, abundante para poder invitar a quien pase o viva cerca, porque no hay mayor alegría para el pueblo de la tierra que poder ofrecer un copioso plato de comida a quien lo visita. La chicha, las risas y los cuentos pondrán el broche de oro a este antiguo ritual, anticipación del banquete universal y eterno al que somos invitados todos los pueblos, todas las razas, comiendo el fruto de nuestro trabajo, sin nadie que pase necesidad, sin nadie que se guarde lo innecesario.