jueves, 20 de agosto de 2015

La orgullosa sencillez

En diversos momentos he escuchado a autoridades políticas de nuestro Municipio manifestar sus deseos de que Bolivia llegue, en poco tiempo, a rivalizar con países “del primer mundo”, o de que tengamos aquí el nivel de vida (imagino que se refiere a nivel de consumo) de países europeos, o incluso, que Anzaldo pueda organizar eventos como lo hacen otros municipios pudientes del Departamento. Cuando oigo ese tipo de propuestas y expectativas surge dentro de mí un interrogante: ¿Será que no han entendido todavía que el proyecto de Bolivia es otro? ¿Será que estas autoridades han comprendido y creen en el proyecto liderado, con todos sus defectos y ambigüedades, por nuestro presidente? ¿O será que todavía seguimos mirando a los países ricos y la sociedad del bienestar como modelo, aunque sabemos de sobra que se trata de un modelo excluyente y depredador (para unos pocos y con una perspectiva de futuro muy limitada)?

La realidad de Anzaldo refleja muy bien, como la mayoría de los pueblos pequeños y pobres del país, el proceso de cambio que Bolivia está viviendo. ¿Cómo garantizar la vida digna, los servicios básicos, la justicia social y la sustentabilidad para nuestra gente y para las futuras generaciones, sin renunciar a la propia identidad, al estilo de vida, a la cultura y tradiciones, a la manera de entender la vida, el universo y las relaciones? ¿Cómo hacer para que toda la población alcance ese ideal del Buen Vivir, sin que a nadie le falte lo necesario y asegurando una relación armónica y recíproca con la Madre Tierra? El desafío es enorme: demostrar al mundo que el único modelo realmente universal, en el presente y para el futuro, es la sobriedad como ideal (no la riqueza), la economía al servicio de la justicia social (y no del lucro), la política como herramienta para el bien común (y no como profesión), la educación como laboratorio de la nueva persona y la nueva sociedad (y no como fábrica de piezas para encajarlas en el sistema).

Mientras sigamos aspirando a ser como los que nos depredaron, los que nos expoliaron y después nos abandonaron; mientras sigamos soñando con ser lo que no somos ni podemos llegar a ser; mientras continuemos alimentando sueños de grandeza, de riqueza, seguiremos despreciando nuestra realidad pobre, esforzada, humilde, comunitaria, ancestral, espiritual. Las claves para el futuro no se encuentran entre quienes construyeron su bienestar con la sangre de millones, pues será un futuro para unos pocos, alimentado con la miseria de la mayoría. El modelo no está entre quienes devoran a sus vecinos, lejanos y cercanos, entre quienes se encierran y aíslan, mientras se inmiscuyen sin pudor en la vida privada de personas y estados. El mañana mejor para todos no debe tener el acento de quienes siguen saqueando a los más pobres, de dentro y de fuera, rindiendo culto a un lucro desmedido, antropófago y sin ninguna finalidad fuera de él. 

En Bolivia estamos reinventando el modelo. No tenemos todas las respuestas y, mucho menos, las soluciones a todos los problemas de hoy. Sin embargo tenemos claras algunas cosas: como que la felicidad no se mide por el nivel de consumo; que la riqueza, en un mundo de recursos limitados, nunca podrá ser para todos; que la economía debe satisfacer las necesidades y no crearlas para vender lo que se produce sin necesidad; que la justicia social debe ser la primera meta de cualquier proyecto político o económico; que vivir con sencillez, en solidaridad con los semejantes y en armonía con la Madre Tierra, debe ser motivo de orgullo de quienes todavía resisten y se revelan contra el modelo único.

miércoles, 5 de agosto de 2015

El retorno

Con el frío en la piel, el sol en la mirada y la tierra en el corazón. Dejando atrás sus casas, sus campos, sus afectos y sus esfuerzos. Cansados por el trabajo compartido, por la colaboración espontánea en los quehaceres domésticos y agrarios. Cansados pero felices, con sus rostros resplandecientes, iluminados por una sonrisa llena de esperanza, de futuro, de vida. Ascendiendo por los cerros o descendiendo por las quebradas, recorriendo kilómetros de tierra y roca, cargando unas pocas cosas para enfrentar la semana. Así van llegando nuestros niños, niñas, adolescentes y jóvenes a su segundo hogar, al internado donde residen, donde juegan, estudian y crecen. Juntos aprendemos a construir una gran familia, enfrentando conflictos, compartiendo alegrías y fracasos, emociones y afectos, trabajos y conquistas.

Cada viernes es para ellos un retorno al trabajo duro, a la vida esforzada, al hogar humilde, al calor familiar. La cocina de leña, el humo en el alma, el jergón compartido, las ovejas amigas, el perro fiel y vigilante, unas pocas familias vecinas, un mundo pequeño y conocido que se lleva en la sangre, una comunidad que es referencia, raíz y savia en la vida de cada persona de esta tierra. Volver a casa es regresar a la tierra propia, a “mi lugar” como aquí le dicen, a la cuna de la identidad propia, al útero donde se forjaron los valores, las emociones, los sueños y las esperanzas. En su lugar cada persona encuentra a su gente, alimentando la memoria con historias y aventuras, con sufrimientos y luchas, con amores y cantos. En su lugar la gente se siente comunidad, pueblo, raza. 

Cada domingo llega el retorno al internado, a la vida organizada, a los horarios establecidos, a los hábitos obligados. Es el tiempo de reencontrarse con las amistades, con quienes no son tan cercanos, con quienes hay que aprender a convivir, con quienes surgirán conflictos, forjando las actitudes necesarias para la construcción del bien común. Volver al internado significa salir del pequeño mundo familiar y comunitario para abrirse a una enorme familia, con las grandezas y las miserias de cualquier familia, pero a lo grande. Aquí se descubren y educan las actitudes personales, el carácter de cada quien, los mejores y peores hábitos. Todo queda a la vista cuando tenemos que enfrentarnos a una convivencia tan intensa y multitudinaria. El internado es para muchos una segunda casa, sin la precariedad del hogar familiar, sin los contratiempos de quien vive al día, sin los sobresaltos de quien no tiene asegurado el sustento básico. Aquí no falta nada, ni alimentación, ni lo necesario para la higiene, para el estudio o, incluso, para el juego y el tiempo libre. Todo en su justa medida, sin excesos, sin derroches y sin carencias. Se trata de una sobriedad que educa, exigiendo el cuidado por parte de cada uno, el uso adecuado para que a nadie le falte.

La vida de nuestros niños, niñas y adolescentes es un constante retorno. También lo será, para ello trabajamos, su vida después de la escuela y del internado, cuando vuelen hacia nuevos destinos para continuar su formación. Cuando elijan volver a sus raíces para ofrecer lo que recibieron, lo que construyeron, lo que desarrollaron en otros lugares. Un retorno para vivir y trabajar en su tierra, con su gente y al servicio de su pueblo.