lunes, 9 de noviembre de 2015

Vivos y difuntos formamos parte de la Vida

Nuevamente llegó noviembre, con su esperada fiesta de todos los Santos. Para el pueblo de la tierra, estas fechas son muy especiales. Mucho antes de que la espada castellana llegase por estos parajes, imponiendo la religión única de la cruz, con su fundamentación filosófica occidental, estos pueblos vivían la conciencia de ser parte de una gran comunidad cósmica y existencial. La vida lo penetra y lo relaciona todo en este gran organismo dinámico. Esta vida se transforma y encarna en cada ser, en cada etapa de la historia, en cada intercambio relacional.

Dentro de esta cosmovisión, vida y muerte forman parte de un mismo ciclo existencial. No son etapas sucesivas, ni estados desconectados. En la muerte la vida se transforma, pero no se extingue. Al fallecer, la persona desaparece en su condición física, temporal, material o carnal. Sin embargo, su esencia, su vida no sucumbe, sino que parte para un viaje eterno, al encuentro de la Vida que no termina. Para ese viaje, el fallecido o su “almita” como aquí se dice cariñosamente, necesita ser despedido con respeto y cuidado. No cumplir con los ritos establecidos o hacerlo de cualquier forma, puede significar que su almita se pierda en el viaje o que ni siquiera lo emprenda, quedándose amarrada a una realidad que ya no es suya, trastornando de forma trágica el orden de la naturaleza.

Como todo lo que existe, este viaje de las almitas es también cíclico y no lineal. Aunque se supone que a los tres años del fallecimiento, el almita se va definitivamente, siempre retornará al encuentro de sus familiares. No se trata de una partida para no volver, sino que las almitas vuelven una y otra vez, porque nuestros antepasados siempre nos visitan. Alrededor del día de todos los Santos, una vez cristianizados los ritos, las familias deben alistarse para recibir a sus difuntos. Éstos, con una sagrada fidelidad, vuelven al encuentro de sus seres queridos para dejarse mimar por ellos, con alimentos, dulces, flores, cantos y oraciones. Se trata de una especie de parada en su viaje eterno, un volver para recuperar fuerza, memoria y afecto.

Elaborando los urpus
En estas fechas especiales cada familia debe preparar todo lo necesario, las figuras de pan o urpus (animalitos, wawas o niños, escaleras, etc.), los dulces, la chicha, etc. El día indicado la familia acude al cementerio para colocar su mast’aku, un pequeño mantel (aguayo) lleno de alimentos (urpus, dulces, frutas, etc.). Un banquete preparado para que las almitas puedan abastecerse y continuar en paz su viaje cósmico. El último día de las celebraciones, la familia despide a sus almitas, con una pequeña construcción hecha de caña, los últimos urpus y frutas son ofrecidos a quienes comparten el momento con ellos. La chicha bendice a las almitas, a la familia y a los acompañantes, con un deseo en el corazón de todos: que los vivos y las almitas sigan construyendo cada día una comunión que va más allá de la carne, de la historia y del tiempo. Después de la despedida, comienza el tiempo de las wallunk’as (columpios grandes en los que la mujer es balanceada hasta alcanzar un premio de los muchos que se ofrecen a cierta altura y distancia). El vaivén de las wallunk’as representa el viaje de las almas, un ir y venir constante mientras se camina hacia el corazón de la Vida, en el Wiñay Pacha o eternidad. Después de llorar, recibir y despedir a los difuntos, se recibe de ellos la fuerza y la fertilidad necesaria para continuar sembrando y disfrutando de la vida. La fiesta de la wallunk’a lo recuerda y celebra.

La Vida que lo impregna todo, se fortalece con estos gestos y estas fiestas. ¿Qué más puede querer la Vida sino que todo lo que existe se relacione y se sienta como parte de la misma familia, lo animado y lo inanimado, lo pasado y lo presente, lo material y lo espiritual? Sólo cuando sintamos en lo profundo de nuestro corazón esa comunión radical con el universo, podremos descubrir con claridad existencial (qué importa si no es racional) la presencia de la Vida en nuestras pequeñas e insignificantes vidas, ofreciéndonos todo lo que necesitamos para hacer de este mundo un paraíso de fraternidad y amor.