martes, 12 de enero de 2016

La dureza de la vida


Este verano está siendo más seco de lo esperado. Nos informaron que este año nos visitaría un Niño terrible, pero hasta el momento actual, no hemos visto sus rabietas ni sus lloros, y la tierra comienza a clamar pidiendo agua. Más difícil todavía es la situación en el altiplano, en las regiones más frías y secas que dependen completamente de las lluvias de esta época.

En estos días observaba nuestros campos anzaldinos. Cualquier otro año por estas fechas, podríamos ver la papa hermosa, despuntando su lila esperanza; podríamos contemplar el altivo choclo, firme y lleno de vitalidad; podríamos alegrarnos con el incipiente trigo, atravesando con su inocencia infantil la dura tierra que lo alimenta. Sin embargo, esta vez la vista ha cambiado. Ya no existe esa armonía natural, ese paisaje agrario que alegra la vista y garantiza el futuro. Hoy, más que nunca, la vida depende de los esfuerzos humanos. Allí donde se crearon atajados (balsas para recoger el agua de lluvia) o donde se abrieron canales de riego, la esperanza se mantiene firme. En cambio, donde no existe ese auxilio humano, la vida se debate entre las piedras y los espinos, aguardando la primordial lluvia, temiendo por el repentino granizo, desconfiando del sol abrasador.

Nos dijeron que el Niño sería duro este año y todos pensamos en lluvias e inundaciones, sin embargo, esta caprichosa wawa climatológica llegó silenciosamente con su árida crueldad. Tal vez se retrase un poco. Tal vez se hayan equivocado quienes dicen conocer los fenómenos naturales. Tal vez se haya despistado en su camino. Tal vez el implacable sol andino lo haya espantado hacia otras geografías menos duras y más maleables. 

Ahora recuerdo las palabras de algunos de nuestros paisanos, desconocedores de los estudios científicos de quienes escudriñan la naturaleza, pero expertos en la interpretación de los signos de nuestra Pachamama. “El zorro está aullando entrecortado”, “la nieve invernal en las montañas es demasiado blanca”, “la ulala está demorando en florecer”. Cualquier científico se reiría de nuestra meteorología popular, ancestral, pero resultó ser cierta. No hay lluvia este verano y eso es grave, muy grave.

Para quien depende primariamente, vitalmente, de los fenómenos naturales, la vida se está volviendo cada vez más difícil. Los ciclos de la naturaleza, los ritmos existenciales, la dinámica “espirálica” de la vida se ha vuelto impredecible. Para quien está acostumbrado a ver cómo la vida de la gente depende del sueldo, de los índices económicos del país, de la tasa de interés de sus ahorros o de sus créditos, de la inflación y del índice de precios, etc. sorprende convivir con un pueblo que depende, para su felicidad y sustentabilidad, de que haya o no la lluvia a tiempo, de que el frío no se adelante o que la neblina no invada los trigales adultos. Un pueblo que sabe leer los signos de su Madre la Tierra, pero que se siente indefenso ante los cambios que nuestro planeta va sufriendo, como resultado del intervencionismo irracional y descontrolado del ser humano en la naturaleza.

La vida es cada vez más dura. Aunque la economía del país mejore progresivamente, aunque el proceso de cambio siga avanzando haciendo Bolivia sea otra a la de hace unos pocos años, aunque el pueblo sea hoy dueño de su tierra y de su destino, la vida del campesino es muy dura, precaria, impredecible. Pero quizás sea esta dureza la que la haga tan apasionante, tan preciosa. Quizás por eso la vida es tan fuertemente comunitaria, colectiva, interdependiente, lo que me hace concluir: cuanto más fácil y cómoda es la vida, más individualistas nos vuelve. ¡Viva la vida dura que nos hace ver a la otra persona como hermano, como hermana!