miércoles, 25 de marzo de 2020

Amanecerá

Estamos un poco cansados ya de leer cosas sobre la cruel pandemia que nos azota, sin embargo, las cifras de muertes en los diversos países por donde se va extendiendo nos recuerda que el dolor y la muerte son reales, que la humanidad es mucho más frágil de lo que se cree y que, en general, estamos malgastando esta única y fugaz vida que tenemos.

Poco a poco, países del mundo entero van tomando medidas para contener al virus y evitar tragedias mayores. Algunos dicen que esta pandemia nos está igualando a todos. No creo que sea cierto. La mayor parte de los portadores iniciales del virus en cada país son viajeros, turistas. Sin embargo, la mayor parte de las víctimas mortales son personas de edad avanzada que apenas salían de sus casas para el paseo diario. No quiero imaginar qué pasará aquí, en mi Bolivia, si el virus llega a extenderse de forma generalizada. Ya estamos en plena cuarentena y las puertas del infierno se van abriendo lentamente. ¿Cuántas familias tienen posibilidad de vivir encerradas en sus casas por largo tiempo? La mayoría vive del día a día, ajustadas al jornal en su significado exacto. ¿Cuántas personas tienen acceso ilimitado a agua, energía, productos de higiene, etc.? ¿Qué ocurrirá con nuestros pueblos campesinos y originarios? Nada ni nadie, ni siquiera la brutalidad policial y militar que estamos viendo en estos tiempos, podrá encerrar al pueblo de la tierra, a quien depende del esfuerzo diario para preparar una cosecha trabajosa, austera, sufrida. Nuestra gente campesina vive de los frutos de la tierra, no tiene otros ingresos ni otro sustento. Y la vida campesina tiene sus costos, reflejados en precariedad, alimentación sana pero limitada, enfermedades crónicas propias del campo (al menos aquí, el Chagas sigue presente, problemas respiratorios por el humo respirado desde el nacimiento, la anemia crónica, tuberculosis…). No es un panorama muy esperanzador para enfrentar lo que se nos viene.

La misma preocupación podemos dirigirla hacia quienes viven en la calle, pienso en tantos “moradores de rúa” de Brasil y de otros tantos países, cuya casa será clausurada, condenados una vez más al olvido, expuestos a todos los riesgos y a ninguna atención. Lo mismo con las familias de las periferias urbanas de nuestra Latinoamérica, de las poblaciones chilenas, los cerros y barrios venezolanos, las favelas brasileñas, nuestros “sures” aglomerados y marginados. Si el virus llega, y no tardará, ¿qué será lo que nos espera?

Al mismo tiempo, por si fuera poco, a la peligrosidad de la pandemia se añade la actuación de nuestros gobernantes. Es triste, muy triste, ver cómo las preocupaciones políticas y económicas pesan más que las humanas y sociales. En algunos casos, ven la situación como una lamentable oportunidad que se debe aprovechar. Pienso en elecciones y plebiscitos que ya fueron retrasados o, simplemente, cancelados hasta nuevo aviso. Momentos esperados por el pueblo humilde para dar un basta y empezar una nueva historia, o para devolver la legitimidad a un gobierno que fue usurpado bajo el disfraz de la libertad y la democracia. En otras latitudes pareciese, centrar pelea en encontrar un culpable de lo que tenemos, aunque el presente sea un simple resultado del pasado. Y ya en el peor escenario imaginado, pero real, están los que no se importan con sacrificar unos cuantos “miles”, mientras la economía salga adelante y los grandes negocios no se vean afectados.

También en estas épocas es cuando aparecen los mejores y los peores gestos. Las personas y colectivos que, sin dudar y sin anteponer su seguridad personal, literalmente “se la juegan” ayudando, atendiendo, trabajando hasta la extenuación, peleando por cada vida, por cada aliento. Por el otro lado aparecen los que se ríen de la situación, los que no se importan con nada ni con nadie, los que viven una vida de auténtica pecera, encerrados en sí mismos, en sus deseos y necesidades más hedonistas. Y están también, cerca de estos últimos, los que negocian con el sufrimiento, los que esconden atrás de pequeños gestos de solidaridad, verdaderas masacres laborales, los que aguardan como carroñeros a que termine la batalla para buscar su propio provecho.

Y, por último (porque quería ser breve), estas tragedias revelan también algunos innegociables para el tiempo siguiente. En primer lugar, que la salud no es ni puede transformarse en un negocio y que le corresponde al Estado garantizar este derecho de manera universal y gratuita. En segundo lugar, que cuanto más se privatiza un estado, más excluyente e injusta se vuelve su sociedad y, antes o después, el pueblo “desechado” explota. En tercer lugar, que la salud y la educación son básicas y fundamentales para garantizar una vida digna para todas las personas y para todos los tiempos, y un Estado que no lo priorice a la hora de distribuir sus recursos, estará "serruchándose" las propias patas. Y finalmente, que nuestra casa común no soporta más tanta depredación. Es triste, pero el virus que nos está matando es el virus que nos está salvando, devolviendo a nuestro planeta aires limpios de contaminación, ríos y mares transparentes, animales recuperando hábitats robados por los humanos.

Sin ánimo de sentenciar, quiero terminar mi reflexión con una proclama que es sueño y clamor al mismo tiempo:

Por un desarrollo tecnológico y económico con un efectivo destino universal de dignidad. Por una economía diseñada con un fin social. Por una política que cuente y esté al servicio de los últimos. Por una educación que busque la transformación profunda del corazón humano y de las estructuras socioculturales. Por una espiritualidad que nos abra a la fraternidad universal. Ni el planeta ni sus habitantes soportamos ya tanta injusticia, tanta exclusión, tanta indiferencia ante el dolor hecho negocio, ante la muerte convertida en ganancia.

Toda noche tiene su amanecer, también esta larga noche que estamos viviendo. Y si el sol se resiste a salir, empujemos todos juntos, por los más débiles, por los más pequeños, por quienes han dado su vida por los demás y lo siguen haciendo hoy. Un nuevo amanecer vendrá, pero que sea realmente nuevo dependerá de nosotras/os.