Los recientes acontecimientos que vivimos y presenciamos, nos van situando en un escenario altamente peligroso e incierto.
Es propio del ser humano acostumbrarse a todo, incluso a las condiciones más inhumanas y a las desgracias más trágicas o escandalosas. Nos acostumbramos a la miseria global, a la hambruna que mata unas 10 personas por minuto (según cifras de organizaciones especializadas). Nos acostumbramos a las guerras, lejanas y cercanas. Nos acostumbramos a la explotación y destrucción del medio ambiente. Nos acostumbramos a la violencia en la calle, en el deporte, en las relaciones familiares, en los medios de comunicación, en las redes sociales. Nos acostumbramos a la corrupción de políticos y funcionarios públicos. Nos acostumbramos al racismo, al desprecio del diferente, a la segregación y discriminación del otro por motivos estúpidos. Nos acostumbramos al consumismo que arrasa con la naturaleza, llenándola de basura, que transforma las relaciones en puro comercio y la vida en simple producto. Nos acostumbramos al abuso del más fuerte. Nos acostumbramos a la mentira, al engaño, a la manipulación de la verdad, a los bulos y las noticias falsas. Nos acostumbramos, en definitiva, a todo lo que nos disminuye y denigra como humanos.
En Latinoamérica conocemos muy bien la violencia y la opresión por parte de las élites, usando las estructuras y órganos del estado para dominar, someter, enriquecerse y acallar a quien proteste. Han sido varios siglos de colonialismo, de explotación por las élites criollas, de dictaduras militares, de pseudodemocracias encubridoras del saqueo económico por empresas y organismos internacionales. Y a todo ello nos hemos acostumbrado también. Incluso los intentos de transformación, liderados o empujados por el pueblo (trabajadores, campesinos, indígenas…), han sucumbido o están en grave riesgo de perecer debido a la presión de las clases medias emergentes (gracias a esas mismas transformaciones) que ya no se identifican con el pueblo, sino con las clases altas, y que están dispuestas a lo que sea para no perder los escasos privilegios alcanzados (de nuevo, gracias a las transformaciones políticas y económicas).
Mientras algunos países del sur se desangran en guerras infinitas, alimentadas por intereses económicos y geopolíticos del norte, el mundo mira para otro lado. Mientras miles de personas, huyendo de conflictos armados, de la intolerancia religiosa o de la simple y asesina miseria, son abusadas, violentadas, esclavizadas en el camino para, finalmente, ahogarse en el Mediterráneo, el mundo mira para otro lado. Mientras el narcotráfico se adueña de regiones enteras, de barrios, de órganos de gobierno, sembrando su epidemia de terror, de secuestros y de muerte, el mundo mira a otro lado. Mientras crece, en los países supuestamente desarrollados, la precariedad laboral, sanitaria, educativa, que, como siempre, afecta a las clases más desprotegidas, el mundo mira para otro lado.
Y ni siquiera ahora, cuando la guerra toca la puerta de Europa y, al mismo tiempo, asistimos en vivo a un genocidio sinigual como el palestino, se nos ocurre hacer una revisión profunda de lo que está sucediendo, a fin de buscar caminos hacia una mejor humanidad. Al contrario, la respuesta es alentar la escalada armamentística y prepararse para la guerra. Las mismas potencias que defienden a Ucrania frente a la invasión rusa, arman y justifican a Israel en su invasión y exterminio palestino. Los mismos que combatieron el islamismo radical, bombardean sin descanso a la población de Yemen, enemigos históricos del islamismo radical. Quienes crearon, adiestraron y armaron a Hamas, para quebrar a la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), hoy persiguen a Hamas y justifican las atrocidades de las fuerzas armadas de Israel. La supuesta liberación de países como Libia, Irak, Afganistán… por parte de la OTAN, sumió a estos países en un caos de violencia y guerra civil que no termina.
Y en el colmo del sinsentido, en medio de tan sombrío presente, los movimientos políticos más pujantes son aquellos que promueven el racismo, el liberalismo económico radical, la privatización de los derechos convirtiéndolos en privilegios, el fusilamiento de la justicia social, la violencia como medida de control social, el cierre de fronteras y la condena al olvido de los pueblos y regiones más empobrecidas y saqueadas, así como de las mayorías populares en sus respectivos países. Al mismo tiempo, asistimos incrédulos a la banalización de la política, entendida como negocio y no como servicio, aupando a líderes autoritarios, sembradores y defensores de la violencia, con rasgos de personalidad que manifiestan una clara insanidad psicológica, vividores del cuento, aprovechadores de lo público que tanto critican y persiguen, personas absolutamente indiferentes ante el sufrimiento del prójimo.
No vivimos un tiempo de esperanza, pero tampoco es momento para el derrotismo. Personalmente, y aunque muchas veces se equivoquen, sigo creyendo en las masas populares, en los excluidos, en los que no cuentan para los medios de comunicación (excepto para negociar con sus miserias), en las minorías rechazadas por la razón que sea, en quienes luchan por perpetuar sus modos tradicionales de vida, sus culturas y sus creencias. Creo en quienes resisten, en quienes no se entregan ni se venden, en quienes sueñan con un mundo más humano, en quienes madrugan cada día para conquistar un poco más de dignidad para sus familias y comunidades, en quienes siembran, por medio de la educación, un mundo nuevo en el corazón de los niños, niñas y adolescentes. Hoy más que nunca, es tiempo de reafirmarnos en nuestras opciones de justicia, paz e igualdad para toda la humanidad.
En unos días celebraremos el Willkakuti o Inti Raymi, el nuevo año andino. Que este nuevo nacimiento del sol sea el inicio de un nuevo ciclo de reconstrucción de las relaciones de fraternidad en la humanidad y de la humanidad con la naturaleza.