Aprovechando la tranquilidad de estos días sin escuelas, sin niños en el internado, sin viajes y sin reuniones, con el único encargo de cuidar las celebraciones de la parroquia, puedo dedicar buenos tiempos a la lectura, tarea necesaria pero siempre pendiente durante el resto del año.
Siguiendo la recomendación de un gran y admirado amigo/hermano bilbaíno, me hice con el libro “La naturaleza que somos: una antropóloga en la luna”, escrito por Noemí Villaverde Maza. Es uno de esos libros que hay que leer despacio, volviendo, una y otra vez, sobre sus párrafos para que no se pierda ninguna de sus perlas reveladas.
Podría resaltar una infinidad de citas, referencias a diversos estudios y a otros autores, así como conclusiones espontáneas de la propia escritora (educadora social y antropóloga) que provocaron un parón reflexivo. Sin embargo, hoy quiero quedarme con un descubrimiento que no deja de rondar mi pensamiento y mi afecto.
Cuenta la autora: “La novelista nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie explicó en un potente discurso en un evento humanitario que en su idioma Igbo, la palabra amor es ifunanya y su traducción literal es ver («ifu», ver; «na», en; «anya», «ojos»). En igbo, para decir «te amo», dicen «afurum gi n’anya», que se traduce como «te tengo en mis ojos»”.
Quisiera darle contenido a esa expresión tan bonita y profunda. Te tengo en mis ojos porque te veo, te percibo y me interesas, despiertas en mí una atención especial, diferente. No se trata de un embobamiento, una enajenación momentánea o un simple encantamiento. Te veo con cariño, con la voluntad de atender tus necesidades, de celebrar tus triunfos y de llorar contigo tus tristezas. Te tengo en mis ojos porque quiero verte, porque quiero tenerte presente, porque deseo acompañar tus pasos y compartir tus sueños.
Pero hay otros significados en esa expresión. Te tengo en mis ojos porque quiero verte como tú te ves, porque quiero descubrir tu propia realidad, conocerte como tú te percibes. Te veo en tu realidad íntima, en tu autocomprensión, en tu misterio tan cercano como insondable. Nace en mí el deseo de entrar en tu ser, de comprender los entresijos de tu personalidad y de tu historia, no para juzgar, ni siquiera para tratar de explicar, sino para descubrir y contemplar en todo ello tu verdad, con sus luces y sombras, sus grandezas y miserias. Te tengo en mis ojos y voy construyendo una comunión íntima, profunda, incondicional.
Y todavía encuentro otro sentido a esas palabras que no salen de mi mente. Te tengo en mis ojos porque veo la realidad como tú la percibes, desde tus necesidades, tus aspiraciones, tus deseos y proyectos, tus sueños y esperanzas, tus miedos y dudas. Veo el mundo a través de ti, comprendiendo tus reacciones, tus afanes y sacrificios. Te tengo en mis ojos porque eres filtro que me ayuda a descubrir nuevos tonos en la realidad. Te tengo en mis ojos como una lente que multiplica mi sensibilidad y mi capacidad para observar, comprender y analizar todo lo que me rodea, aguzando y multiplicando mi limitada visión. A través de ti puedo contemplar nuevos horizontes y desentrañar desconocidos misterios. Veo con tus ojos, conozco con tu corazón y entiendo con tu misma percepción.
Decía la autora, citando a la novelista nigeriana, que “te veo en mis ojos” es la forma de decir “te amo”. Es difícil hablar del amor en el mundo actual. La cultura que se ofrece como hegemónica no cree en el amor, en el cuidado del otro, en la empatía, en el compromiso desinteresado por una causa mayor y, mucho menos, en la entrega gratuita por los demás. La sociedad del bienestar, fundamentada en el imperio del deseo, el consumo desmedido, el descarte y la obsolescencia programada, ni siquiera considera la posibilidad del amor como un “te tengo en mis ojos”.
Para el mercado, el amor es un producto más de consumo, reduciendo su profundo significado a un deseo inmediato a satisfacer, que nace de la pura atracción, arraigado en la propia insatisfacción, en el propio ego hambriento de felicidad. El deseo de amar y ser amado, vaciado ahora de significado, se satisface con experiencias sensoriales, con relaciones breves pero intensas, procurando la mayor cantidad posible de sensaciones placenteras. Y en todo ello, las otras personas, el tú, no son más que medios, objetos, meros productos de consumo.
Y no me refiero solo al amor de pareja. Toda experiencia amorosa auténtica, o que pretenda serlo, tiene que caminar, progresivamente, por esas tres dimensiones del “te tengo en mis ojos”. El amor centrado en uno mismo, en la propia felicidad y placer, en los propios deseos y necesidades, jamás podrá tener a nadie más en sus ojos, porque no hay voluntad, ni capacidad, ni espacio para alguien más.
Pienso ahora, por lo trágico, vergonzoso e inhumano, en el genocidio del pueblo palestino al que asistimos desde hace más de un año. Para quien solo sabe mirar la realidad con sus propios ojos, llenos de sí mismo, se trata de un conflicto más, como tantos otros. Estamos acostumbrados a las guerras y a la miseria que, como el reguero que sale de un glaciar, van reduciendo lentamente la humanidad. Pero sus víctimas, con rostros, historias y sueños, no están en mis ojos. Soy espectador, nada más. Mis ojos están llenos de otras cosas, de otros problemas más inmediatos, más cercanos, que afectan mi bienestar y que necesitan de mi atención y esfuerzos. ¿Y el amor? Si acaso, para los más cercanos. El resto de la humanidad es desconocida, lejana, no geográficamente, sino existencialmente. Hemos reducido nuestro campo visual según nuestras necesidades, para garantizar nuestra tranquilidad y bienestar. Hemos segmentado la humanidad y la realidad hasta el punto de crear micro sociedades, aisladas unas de otras, con relaciones de competitividad y desconfianza. Lo común no existe, excepto para garantizar o, si se puede, mejorar mi condición actual.
“Te tengo en mis ojos” es un desafío para la cultura dominante. Si pudiese tener en mis ojos al pueblo palestino y a tantos otros pueblos a quienes se les niega sistemáticamente su dignidad. Si pudiera tener en mis ojos a las personas más vulnerables de mi pequeño mundo vital. Si me atreviera a dejar entrar en mis ojos a otras personas, desconocidas, necesitadas, amenazadas. Si tuviera el valor para salir de mí mismo y me atreviese a ver la realidad de los demás, a ver en la realidad de los demás y a ver la realidad desde los ojos de los demás…