
En esta tierra fría y dura, donde la piedra invade todos los campos y rincones, donde el agua es un bien escaso, la mano encallecida y el pié curtido saben que su vida depende de ese fruto subterráneo tan simple, tan básico, tan común como es la papa. Si la lluvia se prolonga y encharca los campos, o si el granizo hace una visita inesperada cuando la planta está apenas brotando, o si el laqato (oruga enorme amante de la papa) se adueña de la cosecha antes de sacarla, o si llega cualquier otro elemento casual indeseado, el trabajo de semanas y la esperanza de los próximos meses serán como polvo arrastrado por el viento de la escasez.

Está llegando la hora de sacar la papa, de extraer del seno de la Madre Tierra el fruto de sus entrañas, la papa necesaria para el día a día. Podrá faltar el pan y la chicha, la carne y la verdura, pero que no falte la papa en el plato de este pueblo. El pueblo de las alturas es también el pueblo de la papa o, mejor dicho, de las papas, porque en realidad hay una infinidad de tipos de papas, con tamaños, colores, sabores y formas diversas, y cada una con su manera propia de cocinar y comer.
La papa es, en su sencillez y en su diversidad, un verdadero tesoro para este pueblo, todo un símbolo de ese otro mundo con el que soñamos y por el que trabajamos cada día. Un mundo en el que a nadie le falte lo necesario, la papa de cada día; en el que la diversidad sea respetada y valorizada; en el que los humildes sean privilegiados; en el que se reconozca la maternidad de la Tierra y sea tratada con el cariño propio de un hijo; en el que nadie viva del esfuerzo y sufrimiento de otros; en el que todos puedan reconocerse como hermanos y hermanas; en el que la vida de cada persona sea más importante que el mercado, el lucro y el consumo.
La papa está florida. No podemos descuidarnos y dejar que nuestros sueños se pudran en el olvido. ¡Es tiempo de sacar la papa! ¡Es tiempo de construir el futuro! ¡Es tiempo de transformar el presente!