Bien tempranito, cuando el sol apenas asoma por encima de los campos, desperezando con calma su ardiente cuerpo, los rebaños de ovejas comienzan a atravesar las calles del pueblo, dirigiendo sus lanas hacia los pastos frescos de los cerros y pampas.
En todas las comunidades rurales, así como en muchas casas del pueblo, los animales comparten destino con las familias, en una convivencia perfecta, recíproca, respetuosa. Ovejas, burritos, toros, a veces chivos, forman rebaños multirraciales, armónicos, respetuosos de las diferencias. La persona que los pastorea, normalmente una mujer con sus perritos, no necesita de muchas herramientas ni de muchos esfuerzos para orientar tan variado rebaño. Una piedra arrojada aquí o allá, una voz que rompe el silencio y los animales reorientan sus pasos a voluntad de quien los guía. Y siempre en las manos pastoras, una rueca acompañando los pasos, girando obsesivamente para formar el hilo de lana que, posteriormente, tomará vida en el telar.
La oveja y el toro son, quizás, los animales importados que mejor se han adaptado a la vida de este pueblo. La primera ofrece lana, leche, cuero y carne, convirtiéndose en fuente fundamental de materias necesarias para la vida. Hasta sus pezuñas sobreviven para acompañar la música y las danzas en las fiestas más tradicionales. El toro, por su parte, es fundamental en el trabajo de la tierra. Su fuerza no tiene igual. Pero cuando llega el momento de la necesidad, su carne puede alimentar por muchos y muchos días. De su cuero se fabrican las mejores cuerdas que existen, metros y metros extraídos mediante un certero corte en espiral.
Durante el día, pequeños rebaños de ovejas pueblan los caminos, las pampas y los cerros. Cada día recorren kilómetros y kilómetros, buscando el pasto más fresco y el agua más clara. Siempre acompañados por quien los pastorea, en silencio, a distancia, confiando en su docilidad, pero siempre atento a cualquier señal de que algo puede pasar. Tal vez sea un zorro en las proximidades, o un gato salvaje merodeando, e incluso, en los parajes más cálidos, un aterrador puma. Los perros ayudan en la tarea, adelantándose al rebaño para oler peligros u observando desde la retaguardia para guardar las espaldas. Sin prisa, con la cadencia y el cuidado que produce la conciencia de caminar sobre la Madre, la pastora guía su rebaño, en silencio, hilando la lana que abrigará a la familia, pijchando la coca que le da la fuerza. Y junto a ella, si las tiene, las wawitas, correteando con los perritos o durmiendo feliz en el aguayo materno cuando las fuerzas escasean.
Es verdad, la ovejas tienen una gran responsabilidad en el proceso creciente de desforestación y desertificación de nuestra tierra. Pero es verdad, también, que las ovejas son media vida para nuestra gente. Como en todo lo humano y en todo lo que los humanos tocamos, la ambigüedad se hace presente. Lo que favorece la vida del pueblo, al mismo tiempo le perjudica, quizás no de forma inmediata, aunque ya ahora sufrimos los efectos de siglos y siglos de pastoreo. Las mismas ovejas que nos alimentan y abrigan, son las que producen hambre y sed al pueblo que las cuida. Realmente, en este mundo no existe nada totalmente bueno, ni nada totalmente malo. Y cuando intentamos juzgar la realidad desde esa bipolaridad, acabamos cometiendo las mayores injusticias y creando los más terribles fanatismos.
Las omnipresentes ovejas nos evocan que somos ambiguos. Los rebaños multirraciales nos reafirman la necesidad y la riqueza de la diversidad. Y las mujeres que los pastorean nos recuerdan que en este planeta la Tierra es Mujer y Madre, y que la vida procede de ella, aunque la historia la sigamos escribiendo los hombres.
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