Me sigue impresionando sobremanera la escena de nuestros abuelitos y abuelitas, sentados en la puerta de la casa, contemplando el mundo en silencio, ocupando sus manos en tareas rutinarias o, simplemente, viendo la vida pasar por delante de sus cansados ojos.
En cada uno de sus rostros descubro un reflejo perfecto de toda la geografía andina. Sus montañas y valles, sus pampas y ríos, me ayudan a intuir una vida llena de sacrificios, de esfuerzos, de sudores derramados, de encuentros amorosos, de felices risotadas y de dolorosas lágrimas. En el mapa de sus rostros puedo leer la historia de esta tierra, la dureza de este suelo ingrato, la esperanza de un amanecer luminoso, opresiones y humillaciones, luchas y rebeliones, sueños frustrados y derechos conquistados.
A veces los acoge la generosa sombra de algún árbol, tan escasos como fundamentales. Otras veces, la mayoría, se sientan al sol, recibiendo agradecidos su calor, su energía, su fuerza. Ahora que la vida poco a poco los va abandonando, Tata Inti (Padre Sol) es su principal aliado.
Contemplan la Pachamama (Madre Tierra) que los vio nacer, que los alimentó, que los hospedó, testigo silencioso en los momentos felices y en las situaciones de dolor. Hoy contemplan como la Madre extiende hacia ellos sus brazos acogedores, cariñosos, invitándolos al encuentro decisivo, al viaje hacia la esencia más profunda de la vida, hacia el intercambio pleno y definitivo de la energía que nos constituye.

Nuestros abuelitos y abuelitas nos recuerdan que, aunque intentemos devorarnos la vida, el tiempo, inexorable escollo, nos acaba colocando en nuestro lugar. Somos pasajeros, eternos viajantes por las sendas de la vida, partículas dispersas en un universo en continua transformación. Somos pasajeros y el verdadero desafío se encuentra en descubrir y disfrutar del sentido, el sabor y la compañía en cada etapa del viaje.
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