No deja de sorprenderme la impresionante capacidad de trabajo de nuestros chicos y chicas. Algunas cabezas estrechas y llenas de prejuicios insisten, siempre que pueden, en que este pueblo es flojo. Debemos habitar países diferentes. Sólo puedo hablar de lo que veo a diario, de las personas con las que convivo.
El camión llega cargado de alimentos y tocando la bocina para solicitar ayuda. Una tropa de “hormiguitas” surge del comedor, de las salas de estudio, de los cuartos, de donde estén, abalanzándose sobre el camión para agarrar y llevar las diferentes cargas. Podemos imaginar la escena: un montón de niños y niñas, preadolescentes y adolescentes, teniendo que descargar un camión lleno de cajas y sacos pesados, con papas, latas de sardina, y toda clase de verduras y hortalizas, además de productos de limpieza. En cualquier otro lugar habría que llamar una y otra vez, pedir por favor que ayuden, exigir que vengan rápido, insistir para que no se hagan los despistados. Todo eso aquí es innecesario. Basta escuchar la bocina del camión para que salgan corriendo a su encuentro y, lo que podría parecer más increíble, todos empujándose para agarrar las cargas más… ¿pensó que iba a decir “más ligeras”? ¡Pues no! Todos empujándose para agarrar el saco más grande, la caja más pesada. Y como locos salen corriendo para dejar en su lugar la mercancía y volver lo más rápido posible para que no le quiten la siguiente carga.
En sus espaldas y hombros han viajado toneladas de papas, cientos de adobes, enormes bultos de paja y otras hierbas. Sus músculos parecen no caber en cuerpos tan pequeños. A veces hasta en las condiciones más adversas, con lluvia, con frío, no importa. Con las alpargatas hechas de neumáticos en sus pies desnudos, con la bermuda de dormir, sin la camisa para no mancharla (cada una, de las pocas que tienen, es un tesoro), sin reclamar, sin rehuir, sin perder la sonrisa.
Y no pensemos que es porque les hemos acostumbrado, ellos son los que me están enseñando a descubrir lo divertido de cargar pesos, de abrir agujeros en la tierra, de levantar piedras, de pelar papas, de limpiar cuartos y baños, de cortar paja, de limpiar las calles, en definitiva, lo divertido de trabajar.
Nuestros chicos y chicas viven trabajando, ayudando a sus padres en el campo, en la casa, con los animales. Antes de que salga el sol ya están en pie, dispuestos, preparados para lo que venga. Juegan trabajando, sufren trabajando, crecen trabajando, aprenden trabajando, aman trabajando y vivirán trabajando, porque en eso consiste su destino.
Cuando llega el final de semana, en vez de pensar en descansar, en ir a sus casas con sus familias para no hacer nada, nuestros chicos y chicas van a trabajar: al campo con su familia, a pastorear ovejas y toros, a la ciudad para vender alimentos hechos en la madrugada, para ganar unos pesitos ayudando en obras y construcciones… su vida es trabajar. Y el domingo vuelven al internado cansados, quemados por el sol, con las manos abiertas, con el rostro curtido por la dureza de la vida, pero sin perder nunca la sonrisa.
Niños, niñas, adolescentes, jóvenes, adultos, hasta los más ancianos, me dan, una y otra vez, lecciones de sacrificio, de esfuerzo generoso, de sufrimiento silencioso para conseguir el fin perseguido.
Aquí hay un pueblo que trabaja. ¡Y trabaja harto!
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