Hoy, 20 de octubre, hemos celebrado los 107 años de la fundación del Municipio de Anzaldo. Como en todas las fiestas importantes, no faltaron los actos oficiales, discursos y desfiles. Con presencia de diversas autoridades del Valle Alto, del Departamento de Cochabamba y del Estado Plurinacional de Bolivia. Y junto a los actos elegantes, la fiesta en la calle, la serenata hasta el amanecer, las chicherías llenas y la ciudad repleta de gente proveniente de todas las comunidades que conforman este esforzado Municipio.
No soy amigo de desfiles, quien me conoce sabe que me aplico perfectamente el verso del poeta: “En la fiesta nacional, yo me quedo en la cama igual, que la música militar nunca me supo levantar”. Sin embargo, hoy quiero hablar del desfile cívico-militar realizado en Anzaldo, como símbolo de un desfile mayor, nuevo, diferente, profético.
Hoy, por la calle y plaza de la ciudad, en presencia del pueblo y de las autoridades municipales, departamentales y nacionales, de las autoridades políticas, educativas y militares, marchó con orgullo la verdadera Autoridad, el pueblo más sencillo y trabajador, el pueblo que sostiene día a día el país. Para quien está acostumbrado a mirar sólo hacia arriba, imagino que este desfile le parecerá ridículo: grupos de campesinos, hombres y mujeres con sus con ropas que parecen andrajos (y seguro que muchos se colocaron sus mejores galas) de forma desordenada y sin elegancia, sin protocolo ni paso marcial, enarbolando la bandera tricolor boliviana y la wiphala (que es mucho más que una bandera). No era un desfile de gente elegante, bien bañada y perfumada, sino que era la marcha del pueblo de la tierra, que venía acompañándolos en sus abarcas, en sus ropas y en su piel curtida por el trabajo diario.
Hasta hace unos pocos años esta gente era sólo una masa anónima, ignorada, olvidada, excluida de todas las mesas donde se negociaba e hipotecaba este país. Hoy el campesino, el pueblo de la tierra, ha recuperado su dignidad robada. Hoy son tratados como pueblo boliviano, como sujeto de derecho, como ciudadanos libres y soberanos, como Autoridad máxima de este Estado Plurinacional, donde cada pueblo es reconocido como una verdadera Nación.
Alguno pensará que estoy haciendo apología del Estado o de sus gobernantes, ¿para qué haría eso, si los hechos hablan por si solos? No hago apología ni discurso ideológico, estoy hablando de la felicidad en los rostros, de las sonrisas amplias con escasos dientes teñidos de verde por la sagrada coca que nos sustenta y anima, de los ojos brillando al ser aplaudidos por alcaldes y coroneles, del paso desordenado de quienes viven empujando arados y aventando el trigo, del brazo en alto de quienes siempre fueron obligados a llevar la cabeza gacha. Hablo de hombres y mujeres, ancianos muchos de ellos, que disfrutan por primera vez de un trato digno y respetuoso, en la misma ciudad que muchas veces los humilló y maltrató. Hablo de mujeres organizadas y capacitadas para defender sus derechos, aunque todavía la lucha sea larga. Hablo de campesinos organizados, atendidos en sus demandas, auxiliados en su ingrata forma de vida. Hablo, en definitiva, de un pueblo que ayer no era pueblo y hoy desfila con orgullo y respeto, aplaudido por sus vecinos y autoridades, abrazado por la Madre Tierra que lo alimenta y cuida, bendecidos por Tata Inti (Padre Sol) que siempre los acompañó en su eterno peregrinar.
¿Cuántos desfiles como éste necesitaríamos realizar en el mundo para demostrar que sólo cuando los últimos se sientan y sean tratados como “gente”, el mañana de paz y justicia dejará de ser un sueño, convirtiéndose en una bonita realidad?
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