En abril de 2013 inicié una nueva aventura personal por tierras bolivianas. Un año ha pasado desde entonces. Sin embargo, mis pasos en suelo latinoamericano comenzaron allá por el año 1993, cuando llegué a Venezuela. Desde entonces, exceptuando un breve paréntesis de dos años enviado de vuelta al País Vasco, son ya dieciocho años de vida en esta Patria Grande de Abya-Yala.
En este mes cumplo una nueva mayoría de edad, ahora como latinoamericano, sin renunciar a mi herencia vasca y europea, pero sintiendo una profunda alegría y mucho orgullo por esta nueva identidad cultural e histórica que me ha ido configurando en estos dieciocho años.
Ya desde mi adolescencia Latinoamérica ha tenido una profunda significación en mi vida y vocación. Recuerdo con cariño mis primeras incursiones como estudiante en la realidad y cultura latinoamericana. La Revolución Sandinista en Nicaragua espantando las sombras del imperio; el conflicto salvadoreño y la inigualable figura de Monseñor Romero; el testimonio de fe, poético y militante de Dom Pedro Casaldáliga en un Brasil indígena y floreciente; las relecturas críticas de la historia latinoamericana en la incomparable pluma de Galeano; los versos proféticos y apasionados de Neruda, Benedetti o César Vallejo; la música, tan diversa y tan rica, folclórica y política, con nombres gravados en mi memoria como Víctor Jara, Inti Illimani, Quilapayún, Mercedes Sosa, Atahualpa Yupanqui, Yolocamba Ita, Alí Primera, Silvio Rodríguez y tantos otros; la teología de la liberación, nueva, fresca, atrevida, situada junto a los inocentes sacrificados por el sistema, descubriéndome la imagen de un Jesús de Nazaret radicalmente humano y radicalmente hermano, hijo de un Dios Padre y Madre comprometido en nuestras luchas por la justicia, la paz y la libertad. Cuanto más recuerdo, más descubro lo presente que Latinoamérica ha estado en mi vida, mucho antes incluso de llegar físicamente a esta tierra.
Con veintitrés años y apenas despertando a la vida adulta, quise realizar mis estudios de teología en Venezuela y así lo solicité. Al final fueron diez años seguidos en aquella maravillosa y complicada tierra, en los que aprendí a ser sacerdote y educador, descubriendo a un Dios íntimo y radicalmente solidario desde su silenciosa compasión, transformándome personalmente a través del conflicto con una realidad dura y exigente, con una gente extraordinaria que desmontó mis armaduras y alumbró mi corazón al amor fraterno y al llanto solidario e impotente.
Después de un breve periodo de dos años en suelo europeo, con un pequeño oasis de dos meses en Bolivia, de nuevo el sueño latinoamericano acechaba mi corazón. Esta vez la noticia desarmó mis expectativas. Un nuevo horizonte surgió en mi vida y un nombre que siempre provocó en mí respeto y admiración: Brasil. Con muchos miedos y sin saber una palabra de portugués inicié esta nueva aventura. De nuevo el carácter acogedor, cálido y afectuoso del pueblo espantó mis temores y me abrió a una nueva vida. El cambio de idioma fue más importante de lo que pensaba, pues exigía realmente renacer a una nueva cultura, a una nueva forma de entender y expresar la vida. Una misión bonita, amistades profundas, experiencias significativas (como las vividas en mi querido Alto Solimões, en pleno corazón amazónico) y, sobre todo, una fe viva, compartida, celebrada, bailada (como en las tan recordadas misas afro)… Es una historia demasiado reciente todavía, que continúa palpitando en mi corazón y en mi memoria.
Y en medio de proyectos por iniciar y de otros por concluir, de flores por abrir, de frutos por madurar, de nuevo la noticia de un cambio, de un envío. Como las otras veces, el sentimiento de desarraigo, el miedo a tener que recomenzar la vida, el temor a la distancia y al tiempo que irremediablemente hieren las amistades y los afectos, el corazón se volvía un huracán. Nuevos paisajes se abrían en el mapa de mi vida, ahora con una realidad conocida y profundamente estimada para mí: Bolivia. Fue en 2004 cuando pisé por primera vez esta tierra altiplánica y fui cautivado por ella. Aunque consideraba que no era el mejor momento para iniciar esa nueva aventura, no podía negarme por el afecto y el significado que Bolivia tenía para mí. Hace un año llegué a estas alturas con el desafío de impulsar la misión escolapia en Anzaldo, desarrollando nuestro trabajo educativo en el colegio y el internado, junto con la Parroquia, las instituciones y organizaciones que aquí existen.
Ahora celebro mi mayoría de edad latinoamericana en medio de un torbellino de proyectos, novedades y desafíos que están reencantando mi vocación escolapia y educadora, contando con el apoyo de las autoridades municipales y educativas, con la colaboración plena de mis hermanos/as de comunidad (una comunidad de la Fraternidad Escolapia formada por religiosos y laicos/as) y con la vida que transmiten a diario los más de 200 niños y niñas del internado.
Dieciocho años en Latinoamérica y ojalá que sean muchos más. Doy gracias a Dios por cada uno, por cada persona, por cada encuentro, por cada abrazo y por tanta transformación vivida a partir de todo ello.
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