El sol ha estampado su rostro en el paisaje anzaldino. Cuando el verde comienza a perder su hegemonía, cediendo terreno frente al ocre invernal, los campos de trigo alcanzan su apogeo, engalanando el paisaje andino, mostrando en el esplendor de su brillo el cálido rostro de Tata Inti (Padre Sol).
Pasó ya la cosecha de la papa, el maíz también sucumbe al golpe de la mano campesina, surtiendo de choclo las despensas familiares y ofreciendo sus cañas para sustentar el ganado en la escasez invernal. Tunas, arvejas, habas, todas ya abandonaron sus plantas madres, recompensando el esfuerzo de quien sembró esperanzado. Ahora es el tiempo del trigo, alimento típico y básico del pueblo anzaldino. Las cargadas espigas se elevan vanidosas sobre hierbas y arbustos, dejándose mecer por el cada vez más frío viento. En su danza colectiva, se acuestan y levantan, se balancean y encrespan, se abrazan y empujan, un pequeño mar áureo agitándose armoniosamente en medio del polvo y las piedras.
Sin embargo, su presente dorado tiene los días contados. La mano que sembró y cuidó se prepara ya para la siega. Las hoces comienzan a despertar del letargo, afilando sus dientes para la dura jornada que se aproxima. Su esplendor es efímero, sus días de grandeza pasajeros, pero suficientes para alegrar la vista del viajero.
El trigo es un maravilloso aliado del pueblo de la tierra. No es exigente con el suelo ni con el clima, no precisa de grandes cuidados, sabe retribuir con abundancia los esfuerzos invertidos. Humilde en su opulenta apariencia, se ofrece por entero en cada espiga, en cada grano. Y aunque la cosecha es dura, la recompensa siempre vale la pena.
En esta ocasión no consigo asemejar el trigo a nuestra misión educativa, más bien al contrario. En la educación son necesarios los esfuerzos, los cuidados, prestando atención a cada detalle, al suelo en el que se educa, al clima que se crea, al cariño y la exigencia, al riego constante y a la vigilia protectora. Los escasos brillos que a veces se producen, no deben cegar los ojos educadores, pues es en la sombra y en la monotonía donde los corazones se transforman y los afectos se cimientan. Y si la expectativa es recoger una copiosa cosecha, recompensando desvelos y cansancios, la frustración será grande y el fracaso cierto. Quien se deja, cada día, la piel educando sabe que no existen cosechas, ni frutos, ni espigas, ni dorados galardones. La educación se alimenta a sí misma con cada encuentro, cada sonrisa, cada conflicto superado, cada conquista realizada, cada fracaso analizado, cada sueño vislumbrado. En educación se debe enfrentar la tentación de quedar fascinado por el brillo de la masa, por la danza uniforme de uniformados anónimos, por el dorado resplandor de la homogeneidad sincronizada. Para el educador de corazón, cada ser es único, cada espiga es un mundo, cada grano un misterio. ¡Que cada ser construya su propia danza, inspirado por lo que el corazón le dicta, sin entorpecer la danza de los otros, sin aprovecharse del esfuerzo ajeno, contribuyendo de forma única al tesoro de la complejidad, respetando la diferencia y procurando la armonía plural y diversa!
Los campos de trigo resplandecen en el horizonte, pero su pompa se extinguirá rápidamente. Mientras tanto, en la opaca y desapercibida cotidianidad, continuaremos educando, alimentando sueños, alentando esfuerzos, despertando conciencias, transformando vidas.
El sol grabó su rostro en el paisaje anzaldino, temporalmente. Su fuego, sin embargo, lo sembró para siempre en el corazón humano.
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