El sol andino quema la piel forastera, secando las huellas de una historia forjada en el bienestar y la comodidad frívola. La tentación llega con el nombre de “sombra”, encaminando mis pies y mis energías hacia la oscuridad protectora y placentera. Sin embargo, la naturaleza es sabia en estas altitudes y no tolera huidas ni mediocridades. Cuando el pequeño burgués que hay en mí busca el agradable frescor de la sombra, es recibido por un helador abrazo, un beso congelado que repele y asusta. En la sombra andina no hay espacio para uno, quizás sí para el encuentro cariñoso y fraterno de muchos, pero no para el cobarde ni para el egoísta que, huyendo del trabajo y del roce humano, busca donde refugiar su vanidad.
Es bajo el sol ardiente donde acontece la vida. Su amor quemante despierta nuestros mejores sueños y esfuerzos, nuestras esperanzas y afectos, nuestra humanidad más tierna. El sol nos quema y al mismo tiempo nos curte, ayudándonos a resistir en medio de tanta miseria, de tanta semilla maltratada, de tantas luchas frustradas. El sol que seca nuestra piel es el sol que nos iguala, nos asemeja, hermanándonos en el dolor, en el trabajo, en las marcas de la vida.
Quienes conocen el sabor de la tierra y han bebido por siglos el sudor ingrato del trabajo estéril, saben que el sol, Tata Inti, es vida y fuerza, padre protector y compañero fiel en la lucha por su dignidad ultrajada.
La sombra cautiva en la distancia, invitándonos a abandonar el esfuerzo, a renunciar a las causas comunes y dedicarse sólo al bienestar propio. Quienes conocemos de su poder seductor y alienante no dejaremos que su hielo nos paralice, que su egoísmo nos secuestre, que sus redes individualistas nos atrapen.
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