Es el sombrero protector, es la sensación de llevar la casa siempre consigo, es la necesidad de hacer más manejable el universo que lo acoge, el mundo en el que habita.
Es el sombrero como identidad del pueblo al que se pertenece, al género, al trabajo, al clima… cada sombrero es una historia.
Y debajo del sombrero, un mundo… Rostros sufridos, con aventuras apasionantes que brotan de cada arruga, de cada mirada. Rostros callados, que se comunican con la pausa y la sonrisa, con el silencio y la mirada tímida. Rostros endurecidos, curtidos, arados como la tierra que trabajan, quemados por el sol del que se protegen. Rostros esculpidos por el tiempo, por el frío, por el hambre, por el olvido.
Y en cada rostro una memoria viva. Infinidad de recuerdos, agradecidos unos, arrepentidos otros. El peso de los años y el paso de la vida. Nombres y hazañas, sudores y frutos, conquistas y pérdidas. En cada rostro un mapa, un cielo estrellado, una peligrosa tormenta y una brisa calma. En cada rostro el universo entero dibujado, gravado, sembrado.
Debajo de cada sombrero se amontona un mundo de vivencias: traiciones, victorias, agradecimientos, dolores, esperanzas, muertes, celebraciones, mentiras, amores… El sombrero las protege, las alimenta, las cobija.
El sombrero me recuerda que cada persona es un misterio, deseando darse a conocer, pero exigiendo, a la vez, un respeto sagrado a su intimidad, a su historia, a su tiempo, a su dignidad.
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