El señor Silencio domina la atmósfera andina. Queda lejos todavía el estruendo del tráfico, de los carros derramando músicas infernales, los gritos de transeúntes estresados o de vendedores estresantes. No importa la hora del día o de la noche, aquí quien manda es la sinfonía de una naturaleza vecina, amiga, viva y vibrante. La música que domina en estos aires es la que surge de la vida, contagiando paz, tranquilidad, profundidad.
Es un ambiente habitado por una multitud de seres que cantan, ladran, balan, mugen, gorjean, sin por ello, perturbar a este señor llamado Silencio. Su presencia inadvertida y constante no se altera cuando los perros salen corriendo y ladrando atrás de un poncho agitado en las sombras. O cuando el rebaño de ovejas atraviesa las calles guiados por una mano niña y una voz bajita. Ni en las primeras horas del día, cuando los toros abandonan la ciudad para su servicio diario acompañados por su experimentado y callado patrón. Tampoco cuando el gallo anuncia que Tata Sol está haciendo nacer el día, siendo recibido por innumerables pajaritos, díscolos y juguetones. Incluso, el nada disimulado burro, fiel compañero de cargas y viajes, adorna sin perturbar este sosegado escenario con sus rebuznos lejanos. Sonidos naturales que acentúan todavía más el poderío del silencio reinante.
El Silencio está en su casa, mientras que nosotros somos los invitados y, a veces, los invasores. Como forasteros que somos debemos aprender a hablar bajito, a caminar flotando, a trabajar callados, a convivir despacio, a vivir desapercibidos. ¿Quién soy yo para alterar sin motivo ni necesidad la vida de este pueblo silencioso, de esta tierra callada, de esta naturaleza armónica y serena?
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