En medio del paisaje, al lado de una quebrada o en lo alto de un cerro, detrás de los álamos o junto a los campos sembrados, en cualquier lugar siempre aparece una casita de adobe. Como una prolongación de la tierra en la cual se asienta, como un elemento más de esta naturaleza ocre, bajita para no quebrar la armonía del entorno, pequeña para no violentar la humildad de este pueblo. A veces con las paredes blanqueadas, normalmente con el rostro descubierto, mostrando su origen terrenal, su corazón de paja, su sudor de barro.
El adobe levanta casas, corrales, despensas, muros. En cada adobe se abrazan la tierra que lo forma, la paja que lo hace consistente, el barro que lo unirá a sus hermanos, las manos expertas que le dan forma, sentido y destino. El adobe es un ejemplo bonito de comunión entre naturaleza y cultura, entre la tierra y el ser humano que la habita y transforma, aprovechando sus cualidades y oportunidades, respetando y cuidando de sus necesidades.
El pueblo de la tierra precisa un hogar caliente, humilde pero seguro, pequeño y acogedor. Y es la Pachamama que lo cuida y alimenta quien le proporciona los elementos necesarios. En el adobe se amasa barro y paja, sabiduría ancestral y carencias eternas, urgencias actuales y técnicas antiguas.
Ni el ladrillo, ni el cemento, ni los modernos materiales podrán reemplazar nunca al adobe. Su natural sencillez, su humilde eficacia para combatir el frío de la noche y el abrasador sol del día, su austera creación, su armoniosa apariencia. No son necesarios materiales prefabricados, ni costosos e ineficientes recursos, ni modernas y excéntricas técnicas. El adobe nos une a la tierra porque es su criatura, su hijo, su fruto. Nos une a la naturaleza que lo nutre con su paja, después de haber cumplido su ciclo vital, entregándose generosamente para un nuevo destino. Nos une al viento y al paisaje, como presencia silenciosa, armoniosa, desapercibida.
Pero no todo son ventajas en el adobe. Como en todo lo que existe, el bien y el mal, la vida y la muerte, la luz y la sombra, se mezclan y confunden. En medio de los adobes, entre sus venas de barro y su corazón de paja, habita la winchuca (vinchuca, chinche) con su mortal obsequio: el incurable mal de Chagas.
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