En unos pocos días, nuestro colegio se vestirá de fiesta para conmemorar un aniversario más de San José de Calasanz, fundador de las Escuelas Pías, Patrono Universal de la Escuela Popular Cristiana y quien da nombre a nuestra Unidad Educativa. Y en estos momentos surgen en mi mente y en mi corazón (cuando consigo dedicar un tiempo para que se encuentren y dialoguen) dos sentimientos que pueden parecer contradictorios: orgullo y temor.
El primero nace al recordar una historia apasionante de entrega a favor de la educación, especialmente de la infancia más pobre y olvidada. Son muchas personas, en diversos lugares del mundo, que día a día y durante muchos años, se han dedicado a los más pequeños y necesitados, siguiendo la intuición y audacia de nuestro fundador. Calasanz descubrió que la educación es, con palabras prestadas de Gabriel Celaya, “un arma cargada de futuro”. Mirando cara a cara la exclusión existente en la Roma de su tiempo (siglo XVI y XVII), Calasanz no se deja llevar por la inmediatez, sino que apuesta por un futuro más digno, más justo y en paz, especialmente para las víctimas de la miseria y de las violencias que surgen por su causa. La caridad asistencialista, tan predominante en aquel tiempo, dará paso en Calasanz a la educación transformadora y liberadora. Aquellos que la sociedad usa y elimina, serán para nuestro fundador los protagonistas de un futuro prometedor para todas la humanidad. Los excluidos, ignorados, explotados y descartados, serán para Calasanz semilla de un mundo mejor, en el que no existan más estas injusticias, en el que todas las personas puedan vivir con la dignidad de quien se sabe hijo/a de Dios, con libertad para elegir y construir la vida que quieran, con igualdad para que a nadie le falte lo básico, con confianza para esperar lo mejor de sí mismo, de los demás y de la vida.
Siento orgullo por ser continuador de una historia surgida en un corazón revolucionario, en una mente visionaria, en un espíritu rebelde y una voluntad inquebrantable. Calasanz me llena de orgullo por atreverse a soñar, por romper estereotipos, por transformar sus palabras y deseos en proyectos eficaces y coherentes, por enfrentar oposiciones y calumnias con paciencia y firmeza en sus convicciones.
Sin embargo, el orgullo no viene solo. Junto a él, de la mano, llega caminando el temor. No me refiero al miedo, muchas veces paralizante o provocador de reacciones insensatas, viscerales. Hablo del temor como respeto o precaución por el exceso de responsabilidad que conlleva esta misión. Siento temor al descubrir la actualidad y urgencia de aquella intuición primera. Siento temor al saber que la historia me preguntará qué he hecho por este mundo como escolapio, como heredero de Calasanz. Siento temor al saber que la vida presente y futura de cientos de niños, niñas y adolescentes depende, en gran medida, de mi audacia, de mi entrega, de mis decisiones y de mis indecisiones.
Muchas veces usamos palabras aprendidas, convertidas en tópicos institucionales, sin meditar en su significado profundo y, sobre todo, en sus consecuencias para nuestra vida personal y comunitaria. “Educar es liberar”, “educamos para transformar el mundo”, “educando transformamos vidas”… y tantas otras que expresan el corazón de la misión escolapia. Las repetimos, escribimos, publicamos, pero ¿realmente tienen su reflejo en nuestra práctica diaria, en el desempeño de nuestras responsabilidades en la misión escolapia? ¿Efectivamente es eso lo que promovemos con nuestras decisiones, actitudes y palabras?
Siento temor al percibir cuánto nos falta y qué lento caminamos para llegar al horizonte soñado por Calasanz. Desconfío cada vez más de proclamas, manifiestos, propagandas y declaraciones institucionales que, después, no se traducen en decisiones, en opciones claras y atrevidas, en proyectos coherentes, en relaciones transparentes y sinceras.
Orgullo y temor, dos sentimientos que caminan de la mano al acercarnos a la fiesta de San José de Calasanz. Dos sentimientos que no me dejan acomodarme ni perderme en la búsqueda de un prestigio superficial y falso. Dos sentimientos que me obligan a estar alerta delante de las tentaciones narcisistas y egocéntricas que tanto daño están causando a la Iglesia en estos tiempos de incertidumbre y transformación. Dos sentimientos que me ayudan a permanecer fiel a pesar de las muchas infidelidades institucionales y personales, porque nuestra vocación escolapia tiene hondas raíces y un hermosísimo horizonte por delante.
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