El mundo occidental, desarrollado, rico, representante de los derechos y del imperio de la ley, de las libertades y la democracia, del modélico estado del bienestar, se ha lanzado, una vez más, a la loca carrera del armamentismo porque, por lo que parece, se avecina la guerra.
Y cuando los tambores de guerra comienzan a sonar, la humanidad debería empezar a temblar. Cuando los presidentes y sus generales, con sus pechos llenos de medallas, glorifican la guerra, saben que no serán ellos, ni sus hijos, ni los niños de papá quienes formarán las columnas de borregos enviados al matadero. Como siempre, serán los hijos de los obreros, de los campesinos, de los pobres quienes se ahogarán en el barro, siendo descuartizados por drones asesinos sin conciencia, pasando hambre y frío, entregando la vida por una patria que siempre los despreció. Cuando se invoca la guerra, los dueños de las empresas armamentísticas se frotan las manos, avizorando cuantiosas ganancias, avanzando en su proceso de infiltración en las estructuras económicas y políticas del poder. Cuando se nos presenta la guerra como única opción, se nos está pidiendo que renunciemos a nuestra capacidad de pensar, de dialogar, de negociar, de reconciliarnos, de construir juntos unas relacionas realmente humanas y humanizadoras. Si la única solución a todos los problemas es el conflicto bélico, entonces no hay nada más que esperar de esta humanidad.
La guerra es siempre una experiencia absolutamente cínica. Unos son quienes declaran la guerra y otros quienes las padecen. Unos engordan sus cuentas bancarias, mientras otros, la mayoría, se hunden en la miseria y el dolor. Unos enaltecen las victorias militares, mientras otros reciben solo cuerpos inertes despedazados. Unos agitan banderas, mientras otros pierden la dignidad, la humanidad y la vida.
Hace años, cuando en medio de unas protestas de cooperativistas mineros fue secuestrado y asesinado el viceministro de interior de Bolivia, escribí que la violencia no es una opción, siempre es un fracaso. Hoy lo ratifico, más convencido que nunca. En nuestro planeta tenemos guerras perpetuas (Somalia, RD del Congo, Haití), guerras silenciadas (Siria, Libia, Yemen, Sahara, Kurdistán), guerras supuestamente justas (Ucrania), guerras latentes (Myanmar, Mali, Irak), guerras absolutamente unilaterales (como el genocidio palestino). Tenemos guerras internas por el control del tráfico de drogas, armas y personas. Tenemos guerras ocultas en el expolio y exterminio de los pueblos originarios, ocupando sus tierras y saqueando sus recursos. Y hay una guerra mundial permanente que genera millones de víctimas cada año, la de los ricos contra los pobres. Las batallas de esta guerra se libran en las rutas migratorias, en la explotación laboral de niños, niñas y mujeres, en los pueblos usados como cobayas por las empresas farmacéuticas, en el hambre crónico de millones, en el tráfico de personas para su explotación laboral y sexual, en el racismo y machismo crecientes.
Me niego a aceptar un futuro, un desarrollo, una seguridad, un bienestar, incluso, la paz, logradas mediante el descarte de la mayoría, de los pobres, de los últimos, de los diferentes, ni siquiera de los inadaptados. Quiero seguir creyendo en esta humanidad, aunque cada día duela más.