miércoles, 12 de junio de 2013

Colorida esperanza

Alumnos/as del Colegio Calasanz homenajeando a las madres
Los más pequeños no tienen todavía motivos para la desconfianza. Sin conocer, sin entender, sin esperar nada, sin causa aparente, llegan, abrazan y sonríen. Y su sonrisa atraviesa el alma más gélida. Con muchos o pocos dientes, con el frío goteando de sus rostros, con las mejillas quemadas y heridas, con los ojos llenos de vida e historia, llegan corriendo y se abrazan a mis piernas deteniendo el tiempo.

Nacieron con la mirada clara, el afecto espontáneo, el corazón abierto. Ni el frío, ni el sol, ni la tierra, ni la dureza de la vida andina han herido aún su confianza infante. Sin palabras, sin explicaciones ni expectativas, la necesidad del abrazo parece comandar sus vidas y no hay nada que los detenga. 

A pesar del frío, que bien podría justificarlos, no es esta una tierra pródiga en abrazos. Sin embargo, los más chiquitos no entienden de formalismos, ni de costumbres, ni de pareceres. Viven espontáneamente lo que a nosotros, adultos, tanto nos cuesta elaborar. La confianza, el cariño ingenuo, el sentimiento franco, el contacto cálido son el pan diario de su afectividad inexperta. Los que cargamos un corazón curtido por fracasos y vergüenzas, no nos permitimos el lujo de dejarle hablar libre, sin censuras. 

El abrazo infantil desarma los miedos y prejuicios adultos. Como una bocanada de esperanza para nuestro asfixiado espíritu, nos anima a continuar educando en la confianza, en el cariño sincero, en el abrazo profundo, en el amor fraterno.

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