jueves, 3 de julio de 2014

Enfrentando nuevos desafíos

Ni modo, nos encanta enfrentar desafíos. Creo que está en nuestra sangre escolapia, como bien nos recordaba en estos días nuestro Superior General, la audacia y la persistencia. Con ambas actitudes inscritas en nuestro código genético, no puedo imaginarme tranquilo en la monotonía, satisfecho en la rutina repetitiva, ni orgulloso de la estabilidad conquistada. Me quema por dentro, como a un viejo aventurero, el llamado de los nuevos horizontes, de las nuevas jornadas de marcha, sin saber qué paisajes encontraré y sin importar los esfuerzos que deberé realizar. 

Vivimos en un mundo en transformación, veloz y descontrolada, y muchas veces me pregunto si no será moda ese deseo irrefrenable de cambiar, de innovar, de transformar lo que somos y hacemos. Puede que sea moda o, simplemente, un dejarse llevar por la corriente dominante, sin embargo estoy convencido de que sólo desde esa dinámica podremos responder a los desafíos de este mundo, sin quedarnos relegados al pasado, congelados en un mundo imaginado que ya fue y no será más. 

Desde este pueblito pequeño, rural, pobre se observa el mundo como desde lejos, como el espectador de una carrera automovilística, viendo como cada acontecimiento se acerca y pasa, sin él darse cuenta, sin tomar conciencia, sin reparar en los detalles. La vida de ese espectador, por el contrario, es pausada, tranquila, monótona, sin acelerones ni virajes arriesgados. Instalado en su querida tierra deja que el mundo corra, vuele, se revuelque y se accidente, triunfe y celebre, como si nada de eso fuera con él. 

Esta actitud de vida tiene sus luces y sus sombras. Por un lado la vida es más saludable, sin los apretones del estrés de la vida moderna. Por otro lado, queda la sensación de estar siendo dejado de lado, de haber sido olvidado por el resto del mundo, de no ser tomado en cuenta. Ser ignorado es actualmente sinónimo de ser marginado. 

No me interesa la publicidad, ni la fama, ni el prestigio. En la tierra anónima del pueblo se vive mejor, lejos de las luchas crueles de vanidades, celos y orgullos narcisistas. Sin embargo, creo que ha llegado la hora de darle la vuelta al espectáculo, dejar de ser espectador y mostrar al mundo que este pueblo humilde, esta tierra desconocida, estos paisajes agrestes tienen voz y quieren vez en el futuro que entre todos/as construimos. No queremos ser más espectadores en un mundo dominado por intereses egoístas y manos manipuladoras. Queremos encontrar nuestro lugar y correr nuestra propia carrera, a nuestro ritmo, con nuestros valores, con nuestra gente. 

Como educadores/as tenemos la apasionante responsabilidad de recrear el mundo, en cada persona, en cada relación, en cada vida cuidada y acompañada. Tenemos la obligación de mirar siempre más allá de lo que somos y hacemos, insatisfechos y críticos. Sólo así podremos crecer, respondiendo a los desafíos del presente, diseñando un futuro mejor para todos/as, cuidando hasta que florezca la semilla existente en cada corazón. 

Quien tema los nuevos desafíos y renuncie a reinventar las prácticas y los hábitos, quien no quiera “perder” tiempo soñando y sembrando esos sueños, creo que no vale para la educación. Quien se sienta feliz en el silencio impuesto y en la disciplina despersonalizadora, quien busque uniformizar las almas y los deseos, queriendo transformar la escuela en cementerio o en cuartel o en fábrica, que abandone por favor los ambientes escolares y busque su espacio natural, porque ciertamente la educación no lo es. 

Quienes se sientan y deseen crecer cada día como educadores/as, no pueden perder una sola oportunidad para plantearse nuevos retos e iniciar nuevas aventuras. No por moda o esnobismo, sino por fidelidad vocacional de quien ha decidido dedicar su vida a cuidar de las otras y construir con ellas un mundo más humano y fraterno. 

Nosotros, mientras tanto, seguiremos enfrentado cada día un nuevo desafío, ni modo.

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